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Lectura para un 9 de octubre, Julio Cortázar y el Che

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Redacción Cultura y Ocio Tinta Roja

Hoy es 9 de octubre y se cumplen exactamente 45 años del asesinato del Che Guevara. Es complicado no caer en la rabia y la nostalgia huera en tan funesto aniversario. Todo lo dicho o escrito parece volverse retórica. Y quizá sea así, y la única forma de honrar la memoria no sólo del Che sino de todos los revolucionarios de la historia, sea ponerse manos a la obra y organizar en hechos las palabras de quienes cayeron bajo la pólvora y decretos de las minorías explotadoras.

Esa es sin duda la tarea, saltar del sillón y salir a la calle, pero no como un tropel ciego, sino organizadamente y sabiendo qué calle buscar, qué itinerario es el más adecuado para llegar a nuestra meta. Una meta bien definida, la meta del Che, asesinado por el imperialismo, un día como hoy, hace casi medio siglo. Una meta inevitable, entonces y hoy, desde las alturas de La Higuera a cualquier parte del planeta. Una meta, la del Che, que es la liberación del hombre, el socialismo y el comunismo.

Con esta tarea inolvidable, queremos recomendar desde Tinta Roja una breve lectura para este día. Unas palabras que en su sinceridad sobrepasan la mera retórica y animan a comprender la necesidad de continuar en la lucha del Che Guevara. Se trata de la carta personal y del poema que el escritor argentino Julio Cortázar escribiera a unos amigos, días después del asesinato del Che. En ellas se refleja el juzgar de quienes sentimos en lo más hondo cualquier injusticia cometida en cualquier parte del mundo, y la imperiosa necesidad de tomar partido. Son también ejemplo y síntesis de cuál es el papel del intelectual en la lucha de clases y en la revolución, pero ese es otro tema, queda apuntado para futuras ocasiones. Hoy, 9 de octubre, esta es nuestra recomendación literaria especial.

 Che Guevara color

Carta y poema tras la muerte del Che

Julio Cortázar

París, 29 de octubre de 1967 [1]

Roberto, Adelaida, mis muy queridos:

Anoche volví a París desde Argel. Solo ahora, en mi casa, soy capaz de escribirles coherentemente; allá, metido en un mundo donde sólo contaba el trabajo, dejé irse los días como en una pesadilla, comprando periódico tras periódico, sin querer convencerme, mirando esas fotos que todos hemos mirado, leyendo los mismos cables y entrando hora a hora en la más dura de las aceptaciones.

Entonces me llegó telefónicamente tu mensaje, Roberto, y entregué ese texto que debiste recibir y que vuelvo a enviarte aquí por si hay tiempo de que lo veas otra vez antes de que se imprima, pues sé lo que son los mecanismos del télex y lo que pasa con las palabras y las frases. Quiero decirte esto: no sé escribir cuando algo me duele tanto, no soy, no seré nunca el escritor profesional listo a producir lo que se espera de él, lo que le piden o lo que él mismo se pide desesperadamente. La verdad es que la escritura, hoy y frente a esto, me parece la más banal de las artes, una especie de refugio, de disimulo casi, la sustitución de lo insustituible.

El Che ha muerto y a mí no me queda más que silencio, hasta quién sabe cuándo; si te envié este texto fue porque eras tú quien me lo pedía, y porque sé cuánto querías al Che y lo que él significaba para ti. Aquí en París encontré un cable de Lisandro Otero pidiéndome ciento cincuenta palabras para Cuba. Así, ciento cincuenta palabras, como sin uno pudiera sacarse las palabras del bolsillo como monedas. No creo que pueda escribirlas, estoy vacío y seco, y caería en la retórica. Y eso no, sobre todo eso no. Lisandro me perdonará mi silencio, o lo entenderá mal, no me importa; en todo caso tu sabrás lo que siento.
Mira, allá en Argel, rodeado de imbéciles burócratas, en una oficina donde se seguía con la rutina de siempre, me encerré una y otra vez en el baño para llorar; había que estar en un baño, comprendes, para estar solo, para poder desahogarse sin violar las sacrosantas reglas del buen vivir en una organización internacional. Y todo esto que te cuento también me avergüenza porque hablo de mí, la eterna primera persona del singular, y en cambio me siento incapaz de decir nada de él. Me callo entonces. Recibiste, espero, el cable que te envié antes de tu mensaje. Era mi única manera de abrazarte, a ti y a Adelaida, a todos los amigos de la Casa. Y para ti también es esto, lo único que fui capaz de hacer en esas primeras horas, esto que nació como un poema y que quiero que tengas y que guardes para que estemos más juntos.


Che

Yo tuve un hermano.
No nos vimos nunca
pero no importaba.

Yo tuve un hermano
que iba por los montes
mientras yo dormía.
Lo quise a mi modo,
le tomé su voz
libre como el agua,
caminé de a ratos
cerca de su sombra.

No nos vimos nunca
pero no importaba,
mi hermano despierto
mientras yo dormía,
mi hermano mostrándome
detrás de la noche
su estrella elegida.

Ya nos escribiremos. Abraza mucho a Adelaida. Hasta siempre,
Julio

 

[1] Julio Cortázar, Cartas 1964-1968, Edición a cargo de Aurora Bernárdez, Tomo 2, Alfaguara / Biblioteca Cortázar, 2000.

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