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Leer no es pensar: El mal vicio de idolatrar las letras

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Con los recientes ataques a las Humanidades en la educación de España, como son la retirada de Filosofía como asignatura obligatoria de bachillerato y los recortes en investigación en disciplinas como Historia, Lengua o Literatura; hemos asistido a una respuesta masiva que llamaba a defender las Humanidades como bastión del “pensamiento crítico”.

No es extraño para aquellas personas acostumbradas a pasar tiempo en internet, ya sea en redes sociales, blogs o periódicos digitales, encontrar frases tan tajantes como que “leer nos hace libres” o ver cómo se recurre una y otra vez a Celaya para afirmar que “la poesía es un arma cargada de futuro”.

Que leer nos hace libres es una sentencia potente y optimista. Sólo tiene el problema de que, en el fondo, si no se le da un contexto, es una frase terriblemente vacía. Reto a cualquier lector a hallar su libertad leyendo la etiqueta del champú, las instrucciones de la batidora o los ingredientes de una caja de galletas. Leer, por sí mismo, no es garantía de nada. Lo que sí facilita la libertad de pensamiento, que para los trabajadores del mundo no es otra cosa que la independencia ideológica, es tener acceso a una lectura de calidad. Y tener acceso a esta lectura no depende sólo de poder llegar físicamente a ella, ya sea teniendo dinero para comprar el libro o sacándolo prestado de una biblioteca municipal; depende también de tener desarrollada la capacidad de entender lo que se lee, de analizarlo concienzudamente y de saber por qué estamos leyendo eso y no otra cosa.

Por oposición, y frente a las “cultas” personas que leen, se tiende a situar a aquellos aficionados a la televisión, que son señalados con desprecio. Y, entonces, el mundo, para muchas personas, parece dividido entre intelectuales que leen mucho, entre los que generalmente se incluyen a sí mismos, y pobres “borregos” que ven Gran Hermano. Es irónico. Si las personas que trazan esta dicotomía fuesen realmente libres de pensamiento, serían capaces de analizar que, en el fondo de esta comparación, existe un componente clasista fundamental que la invalida por completo.

Porque no, no se es más listo por leer que por ver la televisión, no tiene “más mérito”. En primer lugar, porque el acceso a la lectura presupone una serie de conocimientos académicos a las que no todas las personas han tenido acceso en igualdad de condiciones, no por criterios de capacidad intelectual sino por criterios fundamentalmente económicos. En segundo lugar, porque el acceso a la televisión hoy en día es, a medio plazo, bastante más económico que el acceso a una literatura “actual”. El precio medio de un libro de “literatura”, en el sentido de obra artística ficcional, ronda los 12,5€[1]. Eso quiere decir que con la compra de cuatro libros se habría cubierto el presupuesto de una televisión nueva de gama baja. Y en tercer lugar, porque la lectura requiere tiempo, elemento del que un trabajador, en gran medida, no dispone. Señalar con el dedo y despreciar a aquellas personas que no leen y dedican su escaso tiempo libre a la televisión es de una bajeza moral infame.

Evidentemente, la lectura tiene una serie de beneficios para la salud, así como para el desarrollo mental y espiritual. Pero, por supuesto, cuando defendemos esto, no podemos hablar de la lectura en abstracto como algo positivo, ni aceptar que la lectura sea “lo correcto” frente a otras formas de transmisión de ideas como la televisión y el cine. Es cierto que hay miles de programas y películas que no merecen la pena. Pero hay miles de libros que tampoco la merecen. Leer, por sí mismo, leer cualquier cosa, no hace libre a nadie.

Lejos de querer defender un modelo de ocio basado en televisión basura, que es innegable que existe y que probablemente sea la programación mayoritaria, el problema fundamental está en cómo guiar a las personas en el proceso para que sean capaces de seleccionar una literatura y una televisión de calidad en lugar de devorar aquellos productos económicamente más interesantes para el capital. Y la solución, por supuesto, no pasa por denigrarlos por no leer. Exactamente lo mismo es aplicable a la televisión: no debemos ir contra la televisión en abstracto sino saber señalar, precisamente, cuál es el auténtico enemigo, que no es otro que el carácter de clase de la mayoría de los programas que conocemos.

Por ello, insistimos, no podemos defender la lectura en abstracto, no podemos defender la literatura como un “algo” perfecto y ajeno a las sociedades humanas y atacar a la televisión como un “engendro cultural”. No podemos entender que el que no lee es porque no quiere o porque es un ignorante, sino que debemos pelear porque en cada barrio las personas tengan acceso a literatura de calidad, eliminando los impedimentos económicos y desarrollando un sistema educativo que realmente esté enfocado en las necesidades de la sociedad y no en los intereses de los capitalistas. Y, a la vez, debemos pelear por construir una televisión proletaria, hecha por y para la clase obrera, que garantice su auténtica independencia ideológica.

Es necesario que se lea: el que quiere ser libre debe leer. Pero también debe poder disfrutar de otras posibilidades de ocio, entre las cuales se puede encuadrar la televisión. Porque la lectura y la televisión, en sí, no son ni buenas ni malas. Por lo tanto, la cuestión no es sólo leer más o menos, no es sólo ver más o menos la televisión, sino saber qué estamos leyendo, qué estamos viendo y por qué. Es saber entender las limitaciones que tiene nuestro acceso a la cultura, señalarlas y combatirlas. Porque es evidente y sería vergonzoso olvidarlo: el ocio y la cultura son una cuestión de clase.

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