Recientemente hemos vivido un episodio de verdadera lucha obrera y popular en el barrio burgalés de Gamonal. Por todos es sabido que esta lucha ha revestido, en determinadas ocasiones, un carácter violento que la ha catapultado a la portada de los medios de comunicación y ha suscitado el interés de muchos grupos políticos.
En una sociedad dividida en clases sociales con intereses antagónicos, caracterizar correctamente la violencia se torna cardinal para entender qué papel juega en la lucha revolucionaria. Los comunistas, con nuestras herramientas teóricas fundadas y contrastadas en la práctica, situamos la violencia en unos parámetros que chocan frontalmente con dos concepciones profundamente arraigadas y extendidas en nuestra sociedad: por un lado la política de la no-violencia y por otro el fetichismo de ésta.
Así pues, por un lado tenemos a los acérrimos defensores de la no-violencia, de los brazos pegados al cuerpo mientras la policía descarga golpes sobre sus cabezas. Esta tendencia sin duda encuentra su fundamento en una concepción idealista de la realidad, ajena a la lucha de clases y tendente a la mistificación del poder estatal. Para los propulsores de esta corriente, los problemas políticos no derivan más que de una mala gestión de los asuntos públicos por parte de un Estado que es de todos, pero ha caído en manos de gente cuyos pasos se alejan del camino de la razón universal. Así, Gandhi decía que: "[...] Nuestros males son comunes y la solución de los mismos solo puede ser común. Pero no estamos preparados para emprender esta tarea porque no somos nosotros mismos. Consecuentemente, el deber de cada hombre es recuperar su buen criterio [...]"
Los comunistas marcamos distancias con esta corriente puesto que observamos empíricamente la sociedad y constatamos la existencia de clases sociales enfrentadas, una de las cuales es dominante económicamente y se sirve del poder estatal para preservar sus intereses. La pugna de la clase dominada por la defensa de sus intereses, cuya máxima expresión es la consecución de una nueva sociedad en la que ella misma imponga las reglas, choca necesariamente con la resistencia armada del poder estatal que no puede ser aplacada más que con el mismo remedio.
Pero también tenemos a otro tipo de personas, que estos días han salido a la calle a raíz de los hechos de Gamonal. Aquellos que, erigiéndose de palabra en defensores de la clase obrera, salen a la palestra, con la cara tapada y su identidad completamente desconocida por los trabajadores a los que dicen apoyar. Son los herederos de Blanqui, célebre francés que pasó media vida detrás de los barrotes por su lucha revolucionaria, absolutamente ignorada por la clase obrera; y del Bakunin que murió urdiendo planes de conspiración que no serían conocidos más que por él y que nunca llegarían a realizarse.
En la cabeza de estas personas, la violencia pasa de ser un medio a un fin; incluso un indicador que determina el grado de combatividad de cada grupo. A menudo renuncian a participar en sindicatos o a tener contacto con las masas poniendo las excusas más inverosímiles. La violencia se ejerce contra personas o bienes con la esperanza de que la clase trabajadora, desorganizada, desarmada ideológicamente y sin ningún contacto con ellos se levantará al observar sus proezas en las pantallas de televisión. En fin, sus actuaciones se basan en el culto al espontaneísmo, a la individualidad y a la "propaganda por el hecho", según la cual la revolución no se prepara acumulando fuerzas sino actuando diariamente contra todas las "manifestaciones" del sistema imperante.
Una de las líneas maestras que nos ha separado siempre de estos grupos, y que lo seguirá haciendo, es nuestra vocación de masas. En efecto: aunque a menudo los comunistas seamos acusados de autoritarios, quienes lanzan tales proclamas son los apologetas de la individualidad y de la cara tapada, los héroes anónimos. Nosotros somos gente con vocación de ser conocidos y de convertirnos en referentes entre nuestros compañeros. La dictadura del proletariado se construye bajo la dirección del Partido de vanguardia, pero con la participación de toda la clase obrera y los sectores populares. Es su dictadura y en consecuencia sólo la clase puede construirla.
Para nosotros, la violencia es una cuestión táctica sometida a la estrategia de la revolución socialista y la acumulación de fuerzas. Jamás lo entenderán quienes la elevan a la categoría de principio. No tenemos reparos en recurrir a la violencia cuando esta táctica contribuye al fortalecimiento de nuestra estrategia; por eso estamos al lado del obrero de Gamonal que decide emplear la violencia para resistir a las cargas de la Policía Nacional y criticamos al anarquista que quema un contenedor en una manifestación. No hay contradicción alguna entre una postura y otra.
A riesgo de despertar críticas airadas de los fetichistas de la violencia, diremos que para nosotros es preferible una manifestación pacífica con miles de obreros a un altercado violento protagonizado exclusivamente por gente politizada. No vacilaremos en defender violentamente y a cara descubierta, con nuestros compañeros de fábrica, esa manifestación obrera multitudinaria si es atacada por la policía, y tampoco dudaremos en dar la espalda a los encapuchados cuya identidad es desconocida por todos y que bien podrían ser policías.
Aún seguimos preguntándonos cómo logran algunos de estos izquierdistas, aquellos que no se casan con la tradición libertaria pero sí actúan como si fuesen parte de ella, reivindicar la revolución de octubre de 1917 si ésta se logró prácticamente sin muertos. Para nosotros, que subordinamos la violencia al cumplimiento de nuestros objetivos políticos a corto y largo plazo (y que por lo tanto no lloramos si éstos se logran en algún momento sin ella, pues sólo es un medio), no es ningún problema; para ellos, que es un modo de vida, debe ser sin duda una contradicción espinosa.
Como decía el camarada Lenin:
"Una revolución no tiene por qué ser violenta. La violencia depende de la resistencia que ofrezca la burguesía". Por supuesto, sabemos que la burguesía ofrece resistencia y estamos prestos a organizar a nuestros compañeros en los centros de trabajo, de estudios y en los barrios populares para que se lancen a la tarea de tomar en sus manos las riendas de su destino, con los medios que sea.
Domènec Merino es miembro del Comité de Redacción de Tinta Roja y del Comité Central de los Colectivos de Jóvenes Comunistas (CJC).