El Proceso 1001 y la lucha de clases al final del franquismo

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Parece, según lo que se lee en la historia oficial, que la dictadura en España cayó casi por su propio peso, que la Transición fue una especie de milagro traído por las élites y la democracia un regalo del rey Juan Carlos. La movilización social queda reducida al explicar la caída de la dictadura en los libros de texto a un factor más sin especial importancia. Las movilizaciones estudiantiles y obreras, y los jóvenes y los trabajadores represaliados y muertos en los cinco últimos años de dictadura, son datos y hechos que quedan, con estas explicaciones oficiales, ocultos o difuminados. Sin embargo, están ahí, documentados, y si bien hay maneras oficialistas de hacer una historia de élites pasando por alto estos acontecimientos, hay maneras de explicar historia que reniegan de la bondad de la clase dominante como factor para traer el progreso; y que de hecho, sitúan la capacidad que tienen las clases dominadas para hacerle frente como el factor fundamental para el desarrollo de los acontecimientos.

El auge de las movilizaciones obreras y estudiantiles en la década final de la dictadura, acompañado del repunte de represión que se dio por parte de la misma, nos señalan que la lucha de clases vivía un momento de alta tensión y el sistema se veía objetivamente amenazado por la fuerza de la movilización popular. Hubo un acontecimiento en 1973 que ilustra magníficamente esa tensión de fuerzas: el llamado Proceso 1001 contra diez sindicalistas, que tuvo una gran repercusión nacional e internacional aunque, como decíamos, la historia que se escribe desde arriba haya disipado su importancia hasta el punto en que, a día de hoy, pocos de los que lo vivieron lo recuerden, y otros que no lo vivieron ni siquiera lo hayan escuchado.

Hace casi exactamente 44 años, el 24 de junio de 1972, la dirección de Comisiones Obreras se hallaba reunida en el convento de los oblatos de Pozuelo de Alarcón. El movimiento obrero era en este momento una fuerza importante de oposición al régimen, y dentro de él, este sindicato, aún ilegal, era la punta de lanza. La policía irrumpió en la reunión y los detuvo, permaneciendo los diez sindicalistas que estaban presentes encarcelados hasta el juicio, previsto para el día 20 de noviembre de 1973. Llegó el día, tras un año y medio de alta tensión en las calles, pero quince minutos antes de empezar el juicio, sucedió el asesinato de Carrero Blanco, presidente del Gobierno, por la organización ETA. El juicio por el Tribunal de Orden Público se retrasaría unas horas y se daría en un clima de gran tensión, ante la expectación de las calles, de juristas y de sindicalistas, tanto españoles como internacionales. Uno de los acusados, Muñiz Zapico, dio un discurso defendiendo la necesidad de un sindicato libre, único y de clase, que uniera a los trabajadores; y Marcelino Camacho se dirigió a los mismos jueces acusándoles de “servir a una dictadura que se hundía”. A él se lo llevaron esposado mientras gritaba “¡vivan las Comisiones Obreras!”, y poco después se conocía el veredicto: una condena  entre 12 y 20 años de cárcel para cada uno de los diez sindicalistas.

El clima de tensión social fue, por supuesto, el que dio lugar a unas penas tan duras. La condena, que en una revisión de 1975 se rebajaría sustancialmente, no es sino reflejo del estado de la lucha de clases del momento: es una condena al conjunto de la clase obrera y a su movilización, yendo en concreto a por los cabecillas del sindicato que había logrado organizar y dirigir a la clase obrera española para la lucha contra la dictadura en sus últimos años.

El agotamiento de la dictadura era ya imposible de obviar y las élites pusieron en marcha una estrategia que permitiera una apertura política democrática pero que no les perjudicara demasiado. Tuvo lugar la transición, con la complicidad de las fuerzas oportunistas que renegaron de todo el pasado de lucha y oposición frontal al sistema político más opresivo sobre las clases trabajadoras y populares que ha vivido España bajo el capitalismo. Las mismas élites que se habían beneficiado de la dictadura, y que habían asesinado por doquier a opositores con o sin juicio, dirigieron el proceso y comenzaron a construir esa historia oficialista que ha llegado a nuestros días y que nos explica los acontecimientos de tal manera que parece que tengamos que agradecer al rey Juan Carlos la absolución final de los diez sindicalistas del Proceso 1001.

Hay quien hoy recoge el testigo de esos luchadores, y reniega de las fuerzas supuestamente de izquierdas que en un acto oportunista vendieron los cuarenta años de lucha para pactar con sus propios verdugos. Para esos que recogen el testigo de la lucha contra la dictadura, no es precisamente a Juan Carlos I, ni a los empresarios, tecnócratas y terratenientes que sostuvieron la dictadura, a los que tenemos que agradecer la amnistía ni ningún otro derecho democrático. Para ellos está claro que fue la movilización de las clases populares y trabajadoras la que empujó la caída del régimen y la Ley de Amnistía; hecho que de nuevo demuestra que la historia no es el cuento de un progreso donde las élites nos regalen los derechos, sino la historia de la lucha de clases, donde ningún derecho se conquista sin organización y lucha.

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